Teresa MargollesTeresa Margolles. De que otra cosa podemos hablar. Foto © Gabriela Galindo.

 

 

Reconocemos desde hace varias décadas que mucho del arte contemporáneo requiere de un discurso conceptual que es casi inherente al objeto mismo; las obras de arte nos exigen de una relación lingüística sofisticadísima, ya que la obra en sí misma no es suficiente para entender el mensaje o las intenciones originales de su creador; es por ello que muchas obras necesitan de la intermediación del lenguaje escrito y hablado. Hoy, nadie pone en duda que una caja de zapatos, un trapito manchado de sangre o una lata de sopa (o de mierda) pueden ser obras de arte; la pregunta, entonces, se dirige hacia cómo entender esos discursos que hacen que esas cosas sean algo más que simples cosas.

Muchos estudiosos han intentado explicar la producción artística a partir de estados emocionales y mentales determinados, tanto de los creadores, como de los espectadores; han estudiado las obras desde el terreno de las ideas, o bien, por la forma, contenido y estructura del objeto de arte. La mayor parte de estas teorías difieren unas de otras, provocando que la discusión se complique y llegue a ser infinita; sin embargo, una cosa es indiscutible, y es que no existe arte si no hay un cuerpo que lo produzca. Mediante el cuerpo, las ideas se convierten en emociones reveladas, en formas, colores, texturas, sonidos y movimiento. El arte es como una segunda piel que muestra al exterior nuestra existencia usando formas como gestos, colores como gritos y texturas como señas, y su tarea es velar, revelar y develar, nuestras ideas y emociones.

El arte, al igual que nuestro cuerpo, expresa el carácter y temperamento de quien lo produce y del que lo aprecia. El temperamento se manifiesta como respuesta a una serie de estímulos. En el ámbito artístico, el temperamento melancólico ha sido considerado, desde la Grecia clásica, como ese estado que linda entre la genialidad y la locura, dignas del gran artista y creador. El Problema XXX, atribuido a Aristóteles, comienza con la afirmación de que “todos los hombres excepcionales son melancólicos.” Pero el arte de nuestros días, parecería ser que más que melancólico, es colérico. ¿Acaso no vemos con frecuencia gran cantidad de obras que nos a estados de ira, desagrado o incluso repulsión?

Me parece que si tuviésemos que elegir un temperamento para definir el arte de la actualidad sería, sin duda, el colérico.

El colérico, nos dice Hipócrates, es aquel que sufre de un exceso de bilis amarilla. Los niveles excesivos de este fluido en el cuerpo, producen enfermedades graves que provocan calenturas, convulsiones y manías o rarezas causadas por la bilis amarilla que está en plena ebullición en el cerebro. Se asocia con estados emocionales como el enojo, la ira y la frustración y se refiere a temperamentos iracundos y agresivos, de carácter dominante, reactivo y obstinado.

Posiblemente el primer colérico del que tenemos noticia, como bien lo anota Peter Sloterdijk, [1] es el poderoso Aquiles. Guerrero por naturaleza, el destino de Aquiles estará marcado por dos momentos de ira: el anunciado al comienzo de La Ilíada, cuando el caprichoso Agamenón se apodera de la esclava Briseida; y el segundo, que se desata por la muerte de su gran amigo Patroclo a manos de Héctor, príncipe y comandante de las fuerzas armadas de la ciudad de Troya.

El primer arrebato de cólera en Aquiles se manifiesta de manera pacífica y lo llevará a un retiro voluntario alejándose del campo de batalla. En cambio, el segundo momento, está teñido de odio y venganza cuando enfurece de dolor al enterarse de la muerte de su amigo, y corre al encuentro de Héctor para vengarse.

La fuerza de la ira, volviendo a las palabras de Sloterdijk, es por un lado una especie de don sagrado otorgado por los dioses a los valientes guerreros, un poder legítimo que se concede desde arriba y que deberá ser usado para defenderse y resguardarse de males externos. A diferencia de la cólera de los mortales, cuando el ser humano que se deja abatir por un arranque de ira surgido de las pasiones, que provoca que el iracundo se convierta en un estratega malévolo y termine por utilizar la fuerza colérica como motor de explosiones violentas y venganzas extremas.

Séneca consideraba a la ira como la más enloquecida de las emociones, de la que menos control tenemos, y aparece cuando hay disparidad entre lo real y la idea racional que nos hemos forjado sobre el mundo. Aristóteles en cambio consideró a la ira como una fuerza violenta sí, pero en cierta medida necesaria, en la Retórica [2] propone a la ira como una reacción natural ante circunstancias que nos son hostiles, tales como la ofensa, el abuso, el engaño, la frustración, e incluso justifica el enojo que nos provoca nuestra mala memoria.

En el terreno del temperamento, el colérico nos conduce a la idea del guerrero o del valiente, que manifiestan una clara postura ante el mundo, que no se deja vencer y reacciona con violencia como producto de la indignación; en tanto que en el terreno del arte podemos asociar este humor con un discurso transgresor y opositor, con el arte político y de denuncia social.

Hay artistas coléricos y obras coléricas, así como hay espectadores y críticos coléricos; la pregunta es si en el arte, este discurso de explosiva violencia es necesario, válido o incluso inevitable. En todos los tiempos hemos visto expresiones de cólera en las obras de arte, y obras que manifiestan una rebelión o crítica a las condiciones sociales o comportamientos humanos. Sin embargo en la actualidad parecería que la violencia expresada es más patente y mucho más cruda. La experiencia ante la violencia es, en ocasiones, tan traumática que no puede ser completamente asimilada al momento de su acontecer.

Es por ello que, una de las formas de reacomodar los hechos en la conciencia y la memoria, haya sido el arte. La analogía, la metáfora, la alegoría y otras formas de representación, surgirán como medios de repetición de lo sucedido a través de veladuras narrativas y visuales que son más fácilmente asimilables. Dado que la violencia no puede ser integrada desde el punto de vista experiencial sin que sea profundamente dolorosa, la transformación del trauma en forma de una narración o una representación gráfica posibilita su reconocimiento individual y colectivo. Sin embargo, en la actualidad, el arte colérico ha dejado de metaforizar su contenido y lo revela de manera cada vez más directa y cruel.

Comparemos, por ejemplo, los grabados de la serie “Esclavos” de Emil Nolde creados hace casi un siglo, con las acciones realizadas por  el artista español Santiago Sierra, en las que contrata a grupos de personas para dejarse someter a trabajos extremos o acciones provocativas, tales como permanecer por horas encerrados en espacios diminutos, masturbarse en público, o pagar con dosis de heroína a un par de adictos para dejarse rasurar la cabeza. Estas acciones de Sierra, al igual que los grabados de Nolde, pretenden desenmascarar el abuso del capitalismo desmesurado por medio del trabajo forzado. Sin embargo a Sierra se le ha criticado duramente por utilizar el mismo recurso de la explotación, para denunciar la explotación. Sus piezas sin duda incomodan y enfadan a muchos, pero posiblemente es parte de la intención de estas acciones.  

El arte violento parece ser más digerible en tanto nos muestra una situación aparentemente ficticia, en cambio, desagrada e incomoda si nos presenta de forma directa una realidad. Nadie duda de la calidad artística del cuadro El rapto de Proserpina de Rubens, pero cuando Teresa Margolles presentó su video con imágenes de las jóvenes muertas de Ciudad Juárez, la crítica se le abalanzó considerando que era un descaro y una falta de respeto el uso de esas imágenes en una “supuesta” obra de arte. Ambas piezas muestran la historia de mujeres que fueron sometidas y victimizadas. Ambas nos hablan de la vejación a la que fueron sujetas a manos de hombres que se aprovecharon de la vulnerabilidad de sus víctimas. Sin embargo, no podemos negar que el video de Margolles nos provoca mucha más incomodidad que el cuadro Rubens.

El trabajo de Margolles es definitivamente colérico, no sólo por la violencia contenida en las obras, o la brutalidad con la que nos confronta con situaciones de humillación y vejación extremas, sino también por la ira que pueden generan algunas de sus piezas en los espectadores. Margolles, utiliza la violencia como recurso de provocación, y su atrevimiento es tal que en ocasiones alcanza límites que nos llevan a profundos cuestionamientos éticos; como en el 2002 cuando le pide a la madre de un joven asesinado que, a cambio de pagar el funeral de su hijo, le otorgue un fragmento del cuerpo del muchacho para usarlo a manera de readymade en una instalación, solicitando específicamente un pedazo del pene o la lengua, lugares donde el chico portaba una serie de atrevidos piercings. ¿Es esta una acción artística, o más bien una especie de statement político?

Lo más seguro es que sean los dos, porque el giro que ha dado el arte en la actualidad es que ya no se trata de “representar” la violencia, sino de convertir el hecho mismo de la violencia en una acción artística.

Quizá uno de los mejores ejemplos de ello son las acciones de la artista guatemalteca Regina José Galindo, quien utilizando su propio cuerpo como materia de trabajo se somete a las pruebas más arduas de tortura y abyección como una especie de manifiesto vivo del abuso y vejación. Como el performance Mientras, ellos siguen libres, realizado en el 2007 en el Edificio de Correos en Guatemala, donde ella, con ocho meses de embarazo y en total desnudez, se ata a una cama con cordones umbilicales “de la misma forma que las mujeres indígenas, embarazadas, eran amarradas para ser posteriormente violadas y torturadas.”

Así para la artista guatemalteca no basta con representar los golpes, se golpea a sí misma una vez por cada mujer asesinada; no basta con denunciar la brutalidad policiaca, Regina se somete a una descarga de 150 mil voltios con un dispositivo eléctrico como el que usa la policía para detener sospechosos; no basta con representar la esclavitud, se encadena a sí misma con 7 gruesas cadenas y candados dejando que el público intente liberarla.

Rancière [3] propone que la experiencia estética no se limita al campo de las formas sensibles que provocan en el espectador una afectación emocional, sino que llevan en sí mismas una experiencia de orden político y social. Plantea que la ficción y la realidad son casi una misma cosa pero con formas de representación distintas. En este sentido tanto Galindo como Margolles han abandonado el recurso de la ficción para presentar los hechos tal como son en el terreno de lo artístico, cargados inevitablemente de contenidos políticos al tiempo que provocan profundas afectaciones emocionales.

Para Rancière la política no tiene como objeto primordial el ejercicio o la lucha por el poder, y no está definido por las constituciones y las leyes, sino la preocupación debe centrarse en los sujetos mismos que se ven afectados por estas instituciones, leyes y determinaciones. La crítica interesante que hace Rancière al arte de hoy es que para él, el intento de gran parte del arte contemporáneo propuesto como ‘subversivo’ que busca criticar el poder por medio de provocaciones y confrontaciones brutales, al parecer no tiene el impacto que se propone.

Rancière atina al señalar que hay una contradicción entre lo pretendido por el arte y las respuestas reales producidas por él. Se refiere a ese arte creado con la intención de provocar reflexiones y cambios en las conciencias y por ende busca un cambio en las conductas. Ese arte que cuestiona la violencia con violencia, o critica el consumo desmedido y la falta de criterio, con imágenes sarcásticas, sacadas del massmedia. Opina que es inevitable caer en contradicciones, pues al tiempo que se pretende una crítica social o política, estas obras están sujetas por esas mismas políticas de cultura dominantes y son productos de consumo de grandes galerías y potentados coleccionistas.

Coincido en este punto con Rancière... Cuando Teresa Margollles representó a México en la Bienal de Venecia en el 2009, cuestioné sobre qué iba a suceder con esas piezas... “vender la muerte trágica –dije en su momento–  es un acto tan deleznable como el asesinato mismo... La muerte no debe venderse, a los muertos hay que enterrarlos.” Lo triste fue que unos meses después, algunas de las obras presentadas en Venecia estaban airosamente expuestas en la feria de arte Frieze en Londres, listas para ser vendidas en miles de dólares a potentados coleccionistas.

Aún así, me parece un tanto atrevido sugerir que TODO el arte actual ya no cumple la promesa de transformador de conciencias o motor de cambios; en principio porque si bien el arte puede en parte cumplir con un compromiso de tal magnitud, no creo que sea su objetivo primordial, ni que tampoco sea tarea de los artistas, eso de tener que ‘cambiar el mundo’.

Es cierto que el artista  no puede escaparse de la influencia del ritmo histórico, pero no es un historiador, ni un político, ni un cronista de los sucesos que le acontecen a él y a su tiempo. El arte, simplemente es, y puede en ocasiones ser violento, subversivo, confrontador o no; puede en ocasiones, provocar momentos de reflexión que modifiquen en cierto grado nuestra forma de pensar; pero pretender que su función es una determinación con fines únicamente de índole política está tan fuera de lugar, como pretender que el artista puede funcionar totalmente independiente de las estructuras de poder o aparte de las políticas culturales.  

En todo caso, el arte colérico, más que ser subversivo, diría que es un arte de resistencia. Esto de alguna manera amplía la condición denunciativa del arte, acción íntimamente ligada al acto de enunciación, ya no en términos de la importancia del sujeto que enuncia sino de aquello que se dice. La denuncia, como lo apunta Foucault, no es solamente la enunciación de un acto, sino implica necesariamente una declaración de verdad. Es una manifestación pública de algo que no se dice, que se oculta o pretende ocultarse. El que denuncia se atreve a decir, a riesgo de ser reprimido o castigado o peor aún, ignorado o rechazado.

Si volvemos a la idea de la ira sagrada, como el primer momento de cólera de Aquiles, que proviene más de la razón que de la pasión, como lo sugiere Aristóteles, es mucho más sencillo entender el arte colérico.

Posiblemente lo que asusta es la idea de llevar la violencia a un estado de gozo estético, aunque el placer ante lo terrorífico no es un tema nuevo, lo que hay que preguntarnos es si las obras de arte que ya no representan, sino ‘presentan’ la violencia de manera directa, funcionan como detonadores de la reflexión estética o más bien nos llevan a un estado de acostumbramiento, o peor aún, de rechazo, en el que dejamos de ver, dejamos de reflexionar y con ello se anularía la posibilidad de cualquier experiencia estética.

Es cierto que considerar “bello” un acto violento es moralmente reprobable, pero en muchas ocasiones es inevitable, y mucho más en el arte. El arte ha servido como un instrumento de exploración, reflexión y expresión del sentir del hombre y posiblemente se ha sustentado gracias a un extraño y paradójico paralelismo entre la confrontación y la concientización; entre la transgresión y la solidificación de los valores humanos más universales. “El objeto del arte es un objeto inútil, salvo para el deseo.” [4] La obra de arte muestra algo de la verdad, una intencionalidad que se dirige a lo real. Pero para alcanzar lo real, se había supuesto que el artista dejaba la palabra al silencio del objeto, pero hoy las cosas han cambiado, y hoy el arte avanza por caminos más allá de lo que hemos concebido como real: Desde el vacío objetual que marca la ausencia de lo que habita, al objeto intervenido de tal modo que se desprende por completo de su ser originario, hasta el arte que nos muestra el contenido tal como es, con toda la brutalidad de la violencia revelada.

 



[1] Sloterdijk, Peter, Ira y Tiempo, Siruela/Biblioteca de Ensayo, España, 2010.
[2] Aristóteles, Retórica, Cap.2: Sobre la ira y sus facetas.
[3] Rancière, Jacques, “Estética y política”, en Arte y Política, revista electrónica de la Universidad Complutense de Madrid, 8 de diciembre de 2008.
[4] Brunetti, Marcela, El procedimiento vacío o el sinsentido del objeto en el arte, documento electrónico. [www.elsigma.com/site/detalle.asp?IdContenido=11352].

 

* Este texto es un extracto del capítulo I, de la Tesis de Maestría en Filosofía titulada: Desciframiento de la obra de arte:

Cuatro discursos sobre el arte contemporáneo.

Texto publicado en: Revista Agnosia, Sección Microscopía, Claustro de Sor Juana, Marzo, 2017. [Ver nota original]


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